Después de un rato de dejar a un lado este blog (Rato en el que han pasado varias cosas), vuelvo a escribir para compatir este texto al que llegué buscando sobre el escritor Héctor Rojas Herazo en wikipedia en Inglés (Gracias wikipedia).
Muchos dicen que Héctor Rojas es un genio del caribe (me enorgullese su origen sucreño) olvidado, que debido a su poca cercanía con grupos sociales no llegó a ser tan conocido como se merecía. Otros dicen que era tan avanzado para su momento que se redescubrirá en este tiempo o en próximos tiempos. Lo cierto es que he logrado conseguir "En noviembre llega el Arzobispo" en la edición de Lerne y la primera edición de "Respirando el Verano" y siento una deuda en cuanto no he leido estos libros.
Por el momento, empezando a degustar la escritura de Héctor Rojas, puedo decir que este texto me tocó lo suficiente como para querer compartirlo con mis amistades. Cuándo busqué un link que me dirigiera a este texto en internet (que yo encontré como documento .doc) no lo encontré, por eso me tomo el atrevimiento de publicarlo y ver si a usted se le hierven un poco las venas como se me hirvieron a mi.
Quedo con la idea de retomar más frecuentemente este blog y quizá publicar más de mis impresiones, quiza de mis creaciones o mejor textos de otras personas que considero "artistazos" y "escritorazos", como este caso.
sigan con Dios.
imagen tomada de: http://www.escritoresyperiodistas.com/NUMERO57/juanc.htm
Ese pueblo de los tambores
por: Hector Rojas Herazo.
El pueblo de nuestra costa atlántica es un
pueblo hechizado. Nuestro campesino vive, ama, siembra, llora en el velorio o
baila en la cumbiamba empujado por un hálito misterioso. Es un hombre rodeado
de transmundo por todas partes. Cuando llega la fiesta de San Bartolo, por
ejemplo, se pone —muy serio, muy reconcentrado, muy minucioso— a fabricar
crucecitas de paja para colgárselas a los niños en el pecho. El campesino no
quiere que el diablo —el diablo con cuernos de alcanfor y patas de azufre, el
diablo que echa fuego por los ojos y por la boca y le mete el rabo a sus
víctimas por las narices— se lleve a sus hijitos para el monte. Por eso riega,
también, agua bendita detrás de los escaparates y los baúles. Para ahuyentar al
enano cabezón que hurga el sexo de las doncellas con dedos de cristal y les
mete palabras grandes y duras a los oídos de los infantes cuando duermen.
Nuestro
campesino ha hecho de todo esto una poética y aplastante realidad. Muchos de
ellos han visto, en el centro de la noche, al espíritu Lara. Lo han visto
escribiendo sobre el agua, vocablos de fuego, el nombre de una mujer encinta
para hacerla malparir y torcerle, con el alambre del vómito, las muelas y las
tripas. Y hay viejos que nos hablan del brazo palpitante que quedó entre sus
manos cuando tajaron, con un limpio círculo de su machete, el ala de una bruja
convertida en gallina. Estas brujas las conocen todos. No es un secreto para
nadie su sabiduría en la preparación de unturas y brebajes. Tienen algo de
seres vegetales estas ancianas. Lentamente, a la vista del pueblo, se van
secando, se van pudriendo, se van poniendo chiquiticas y amarillas, hasta que
se quedan inútiles sobre una cama de viento como si fueran raíces.
Nuestro
campesino cree en todo esto porque lo ama, porque lo necesita, porque sin todo
esto se quedaría solo, vacío e inútil. Es más: porque, sin ese cúmulo de
creencias, no podría hacerle frente al implacable empuje de la fatalidad y de
los elementos. Sin el hechizo no resistiría la mala siembra, niel luto sobre la
familia, ni las gusaneras que hacen caer a pedazos la carne de los ganados. Por
eso en nuestros pueblos todavía existen brujos. Brujos de carne y hueso que
tienen nombres de apóstoles y tiznan el padrenuestro y el avemaría con el
carbón de la cábala. Es toda una cosmología primaria, un empirismo ritual,
donde los santos tienen mochilas preñadas de semillas; donde los arcángeles
usan rulas y fuman tabaco revuelto; donde la madre de Dios se sienta en las
sementeras a jugar con el ciento, con las hojas y con la lluvia.
Este es
nuestro pueblo. Un pueblo hechizado que ha buscado el tambor, la gaita, las
guachas, el acordeón y el carángano, para darle nombre propio a un universo de
polvo, de clorofila y de azufre. De allí ese extraño sedimento alegíaco que
nutre el hípido de nuestras coplas. De allí esa nostalgia, ese acento de miedo
y hermosura, que podemos apreciar en todo nuestro folklore. Quien crea que la
música de nuestra costa caribe está solamente hecha para la epilepsia corporal
o para la simple alegría de los sentidos, está totalmente equivocado. Para su
cabal comprensión —para saber lo que bulle en el interior de un mapalé, de un
merengue o de un fandango— es preciso emplearse, muy a fondo, en una militancia
del corazón y de la inteligencia. Se necesita saber desentrañar lo que hay en
aquellas mulatas, grandes y macizas, que cumplen, sobre el cáliz de los
pilones, un rito agrario, se necesita conocer el color que tienen las aguas de
un estanque cuando el mohán —con voz de niño adulto, del niño que tiene miles
de años en su pelambre de musgo y de lodo— nos llama dulcemente con nuestro
nombre de pila; se necesita haber visto un patio, simplemente un patio bajo el
sol o la luna, cuando el mar es un bramido, grande y amargo, sobre la memoria
del tiempo. Todo eso se encierra en esos instrumentos toscos, humildes,
construidos con los elementos de una comarca misteriosa.
La gaita es el
agua, el tambor es la tierra, en las guachas y las raspaderas está ese viento,
cálido y tenso, que aprieta, como una arcilla tostada a fuego lento, las
facciones de nuestros labriegos. Cuando uno escucha una gaita parece que el
agua estuviera sollozando. Es una fuerza líquida, otra sangre la que navega por
la nuestra. Sangre de toro, de yerba, de pegujal y de azucena. Y el tambor es
un gran corazón, una gran mano que nos pega en el puro centro de las vísceras.
Que nos recuerda quiénes somos, dónde estamos, de qué barro, exactamente, están
amasadas nuestras costillas y nuestra epidermis. En todo esto hay tristeza,
trabazón de conceptos, senequismo elemental, precisión ante la vida y la
muerte. Detrás de todo esto hay abuelos y retratos y techumbres de paja que
apenumbraron nuestro asombro primero. Detrás de todo esto hay espuelas de
gallos y trajecitos almidonados y muchachas de quince años meciéndose en los
corredores. Y está el pueblo. Ese pueblo costeño que se disfraza de alegría
pero que, por dentro, tiene caballos desbocados, plegarias de cuero, crucecitas
de paja para que el diablo no se lleve a los niños.
Por eso el hechizo
es el clima natural de esa porción de la geografía colombiana. Por eso el grupo
de hombres y mujeres que Manuel y Delia Zapata Olivella acaban de traer a
Bogotá tiene importancia. Una importancia recóndita. Cuando Delia y Manuel
ambulaban por pueblos y veredas y se ponían a escuchar a una viejita cantando
canciones olvidadas, sabían muy bien lo que estaban haciendo. Delia misma ha
buscado las telas y ha cortado y cosido los trajes con que han de presentarse
estos hombres de nuestra tierra. Delia consiguió el barro para fabricar múcuras
y el bejuco para trenzar los catabres y ella misma midió los compases y
balanceó los volúmenes de esta coreografía alucinante y se puso a danzar —en el
centro de todos ellos— hasta que el baile de los cabildantes y del gallinazo y
los cartones de la vida del mar quedaron terminados. Por eso tienen todo el
derecho a ser nuestros intérpretes. Por eso han podido reunir un poco de gente
y un poco de instrumentos musicales y traerlos a Bogotá para que aquí se sepa,
de verdad verdad, cómo es el mundo colombiano que vive asomado al océano. Aquí
los tenemos ahora. Los hermanos Zapata Olivella y el trozo de pueblo y
geografía que han traído consigo nos dirán el resto.
El Tiempo, Suplemento Literario, 22 de agosto de
1954.
Tomado de: http://www.lablaa.org/blaavirtual/modosycostumbres/cronicol/rojas.doc y http://en.wikipedia.org/wiki/H%C3%A9ctor_Rojas_Herazo
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