Monday, October 3, 2016

Que las letras fluyan: La Espuela de Plata

Ya hace 5 años que escribí este cuento, no lo había publicado esperando poder hacer un inicio triunfal como ganador en algún concurso de cuento. Pero ahora creo que lo más conveniente es darle vida permitiendo que alguien lo lea. Hoy 3 de Octubre de 2016, después de la derrota del plebicito por la Paz, me gustaría saber ¿Qué logra ver usted a través de este cuento?.

Aprovecho y renuevo mi más sincero agradecimiento a mi amiga, con quien espero compartir cafe pronto, Ana María Cardenas, por hacer tan hermosa ilustración para esta historia.

Gracias por leerlo.


La espuela de plata

Por: Hermes Ariel Llain Jiménez.       c.c.: 1.102’842.014 de Sincelejo (Sucre)
 

Y así comenzó de nuevo, los mismos reproches de ayer y anteayer y el "está bien" de costumbre. Se dieron un beso, ella desconfiaba aún y él se fue para la gallera San Francisco. Jugaban al Locofino, el mejor gallo de la cuerda de Elías Benítez.

Llegó a la mesa de Fritos frente a la gallera y se dirigió a la fritanguera que preparaba cualquier variedad de pasabocas:

- Ese suero es picante seño

- nada niño, pero está buenesitíco como el gallo de Elías

- Joda, entonces no le echo suero a la empaná porque ya verá como El Caporo lo jode -, Juan Eduardo Liberó una de sus estruendosas carcajadas y le echó el suero a la empanada mientras veía quien más había llegado. Se comió dos carimañolas y un quibbe además. Llegaban a la Gallera Alcides Rojas y su hijo Arturo Alcides Rojas. Alcides, hombre de monte y con monte, caminaba con el ademán de quien ha cabalgado mucho aunque en los últimos años lo hacía más por diversión que por necesidad.

Alcides llegó a la mesa de doña Elvia a quien saludó con una sonrisa, se pidió una arepa de huevo y saludó a Juan Eduardo.

 -¿Todavía en ese plan Juan Eduardo? Joda, he visto como una corraleja se cayó y soy de los que cree que fue por lo de don Arturo, pero aun no entiendo cómo le tienes tanta fe a esos animalitos tuyos- Juan Eduardo se volvió a reír, Alcides lo acompañó en su carcajada y se dieron un abrazo.

Juan Eduardo entró a la gallera y se acordó de que la hija de Carmocha decía que era una corraleja chiquita, y pensó que ese día El Caporo sería como El Siete Cajas, gran toro de leyenda. Era la octava vez que pensaba lo mismo, pero con diferente gallo.

Juan Eduardo era un hombre con palabra de gallero y terco como tal. Veía más esperanzas en su gallo que en sus propios hijos. De ahí que su mujer fue quien dirigió la casa, vio por su marido, crio los hijos y conservó la esperanza en ellos.

Eran las 5:30 p.m., había más gente que de costumbre. Alguien había escuchado al patriarca de los Paz decir que iba a ver los gallos de esa noche. Benítez no había llegado aún, Juan Eduardo se tomaba otro tinto. La luz de la bombilla de tungsteno parpadeaba y toda suerte de bichos daba vueltas alrededor de ella como si se tratara del gobernador llegando a la arena.

Las láminas de zinc sonaban cuando la gente se sentaba. La gallera en efecto era como una pequeña corraleja, de proporciones más altas, hecha en  madera de Roble permanente rodeada por un edificio de concreto, con techo de zinc y cuatro columnas principales. Sin embargo su pilar era la arena, un pilar invisible. No había otra explicación de que el edificio no se cayera en los momentos más violentos.

- Erda compi, ¿usted se acuerda del viejo Lucho?, ya hacen diez años y aún lo escucho reír con esa boca hedionda a cigarrillo allá al fondo.

Juan Eduardo respondió mientras peinaba las plumas de su gallo.

- Ajá Ignacio pero ¿qué se hace?,  él era de palabra, por eso aún lo oyes reír.

Ya estaban llegando las demás líneas, dos del turco Chadid, una de don Juan Serna y la invitada de Cereté de don Lázaro. Gallos finos, adiestrados algunos y otros hasta rezados. Aves de plumajes verdes y naranjas de tonos metálicos interrumpidos por las piernas desnudas, miradas firmes y expresiones determinadas. Eran sumisos, casi ni se movían mientras los llevaban.

Después de otro tinto, Juan Eduardo le dice a Alfredo Martínez:

- Mira, el Locofino ya está cansao, esos son puras ganas de desgastarlo  las que tiene Elías esta noche, le va a pasar como al palomo en el 78 o al Román en el 93. El caporo está como el propio de los Petro en su momento. Dicen que ese gallo hasta marica es, ¡que Elías lo quiso cruzar y cero pollitos!

Al interior de la gallera ya comenzaban a jugarse los gallos primerizos.

6:20 p.m. La Toyota Burbuja Árabe del doctor Paz se parqueó en frente de la gallera seguida de otros dos carros escoltas, Emiro Paz y Salim Paz salen de la camioneta ayudados por sus escoltas y acompañados por compañeros de parrandas y política. Eran los hijos del gobernador, el primero concejal y el otro representante a la cámara. Los hermanos Paz se acercan donde doña Elvia y piden un par de carimañolas. Emiro es soberbio y alegre, lleva una camisa de rayas azules que compró en su último viaje a EEUU, un hombre que promete romper con la tradicionalidad de la política, mientras que Salim es un poco mayor y tiene la misma mirada cálida de su padre el gobernador. Era una persona medida con sus palabras, era bueno relatando historias de sus viajes a Bogotá y de la cotidianidad de la ciudad. Su especialidad eran los besos y abrazos.

Al percatarse de la llegada de los herederos de la familia Paz, media gallera se levantó y se dividió entre quienes se actualizaban de los últimos movimientos de la política y quienes iban al consultorio de los Paz junto a la mesa de fritos.

En medio de la atención a los hijos del doctor Paz llegó la cuerda de Elías Benítez con el Locofino al frente. Elías Benítez era un hombre moreno, tenía un aire vallenato pese a ser sabanero nato debido a sus años de juventud en el valle, sus cabellos negros y rizados se escondían bajo sus diferentes gorros de tela al igual que sus ojos bajo los lentes de sol, siempre los llevaba puestos sin importar la hora del día. Juan Eduardo por su parte era un criollo sin apellidos ni castas, y por más que reclamara el apellido de un abuelo de familia tradicional era simplemente hijo de un hijo natural, no había nada que reclamar.

Los gallos seguían estáticos, la sabana seguía tan viva como el fuego del fandango. En Galeras el maestro Luna tocaba su gaita y recordaba los tambores de su infancia. En Tolú estaba por nacer un pescador. En San Marcos el señor Montes estaba sacando la mejor cosecha de la temporada. En Sincé el señor Aníbal no sabía cómo hacer para pagar el ganado que perdió. En Majagual el hojarasquín miraba a los hijos de  doña Ceci jugar junto al Rio San Jorge mientras se preparaba la banda Juvenil de Chochó para tocar esa noche. Los Martínez en Corozal pensaban en cómo "saldrían de esa" y Margarita viajaba a Barranquilla con un par de maletas viejas, lloraba a su papá mientras dejaba la Sierra Flor atrás.

Los ojos de Juan Eduardo se iluminaron.

- Joda, pilla al Locofino, no es ni sombra del gallo que derrotó al gran Duque de Alberto Martínez.

El Locofino era un gallo de apariencia mítica, caminaba como caballo cuando estaba en la arena con pequeños brincos, por eso era “el fino". Había sobrevivido a diez combates, era un desalmado en la arena, por eso era "el loco". Las batallas no habían arruinado su bello plumaje verde más allá de los rasguños en su patas. Era el favorito de Elías Benítez, un gallo rezado desde el huevo. El Locofino era hijo de una gallina criolla y del famoso gallo El Campeón. Juan Eduardo volvió a reír.

 -Míralo, y te lo dice Juan Eduardo Romero, ese gallo cae hoy porque cae.

Los Paz pedían otro jugo de tomate de árbol mientras escuchaban el caso de un celador que tenía un hijo vividor que quería poner a trabajar. Las personas que le seguían en un orden misteriosamente arreglado pensaban en las apuestas. Adentro de la gallera los seguidores de los Pacheco querían saber a qué gallos apostarían los Paz para apostarle a los contrarios. Nadie estaba seguro aún si los Pacheco se aparecerían ese día o no. Dicen que en Sincelejo todo se sabe, de a pedazos, con exageraciones y hasta datos contrarios pero se sabe.

Juan Eduardo empezó a sudar cuando vio a Elías Benítez y pidió otro tinto. Ya eran casi las 7:00 p.m. y los Paz habían cerrado su consultorio junto a la mesa de fritos y entraron a la gallera junto a su séquito. El siguiente encuentro sería entre El Cachaco y El Ancla.  Juan Eduardo empezó a “entrenar” a su Caporo y el gallo miraba como gallina culeca a su dueño que le explicaba cómo debía evadir al Locofino  y de qué manera sus espuelas debían quebrarle la vida.

Pasados un par de combates muy sangrientos donde siete de los nueve gallos derrotados habían caído muertos en la arena, después de un par de carimañolas, negocios e información en la gallera la noche entraba en su apogeo: entró uno de los jueces en la gallera y saludó a la audiencia:

-¡Señoras y señores!, gente distinguida de toda la sabana, saludamos a la cuerda invitada de Cereté y a nuestros visitantes asiduos y ocasionales venidos desde toda la región. Saludamos a las personas que vienen desde Montería, a los que vienen desde Corozal, Ovejas, Barranquilla, Santa Marta y hasta de Valledupar, ¡Sean todos bienvenidos! Para seguir esta noche de grandes duelos les traemos el encuentro entre El Cachaco de la cuerda de Elías Benítez y El Ancla de Alfredo Martínez -, la asistencia enardeció.

Los Paz tomaron asiento en la parte de atrás procurando escapar por un momento de sus funciones políticas, Juan Eduardo se hizo en primera fila. Ya las apuestas estaban cuadradas y los gallos en manos de los jurados. Un silencio profundo se impuso cuando los jueces entraron con las aves a la arena, al instante fue derrocado por el inicio del combate. El Cachaco no se midió en el primer acercamiento y El Ancla aprovechó su exceso de confianza para hacerlo perder el equilibrio, El Cachaco cayó y el Ancla se plantó en él, sus espuelas buscaban la cabeza de El Cachaco que en un arranque se logró poner de pie y arremeter en su defensa, El Ancla le dio un picotazo en el muslo y El Cachaco perdía de nuevo el equilibrio, abrió la alas y revoloteó para caer a por arriba a El Ancla que no esperaba ese movimiento.

 Juan Eduardo pensó en el Caporo, Los Paz no lograron dejar de pensar en el contrato de la Mojana, Elías Benítez se mostraba sereno y el resto de la gallera cual circo romano gritaban e insultaban el orgullo de los gallos mientras hacían cuentas provisionales de cuánto perderían, no solamente en dinero. 

El Ancla se elevó e interceptó a El Cachaco que cayó sobre él y enterró una espuela en el costado izquiero. El Ancla revoloteó de dolor mientras el Cachaco se levantaba del suelo. Con furia El Ancla arremetió contra El Cachaco, lo tiró, le hirió de nuevo el muslo derecho y en un golpe inmediato le arrancó un ojo de la cara.

El Ancla creció en Tolú, bajo los latidos del mar con cuya furia luchaba. Era El Ancla de la cuerda puesto que era quien daba la firmeza en combate y tranquilidad en la adversidad para la cuerda de Alfredo Martínez.

El manto de plumas hermosas de ambos gallos se percudió con la sangre de los contendores. El Cachaco se levantó con dificultad pero enérgicamente, arremetió en un revoloteó contra El Ancla que cayó contra una de las barreras de la arena. El Ancla, ya mal herido, se levantó mientras El Cachaco se movió al centro de la arena, y se quedó en el centro. El Ancla revoloteó alrededor de la barrera mientras se desangraba, El Cachaco lo seguía con la mirada. El Ancla arremetió contra el interior de la arena y El Cachaco le respondió, ambas aves revolotearon y cayeron después de una lluvia de rápidos picotazos y golpes de espuela perdidos. Al final El Cachaco se levantó y El Ancla quedó muerto en el piso. Los jueces declararon ganador a El Cachaco mientras que El Ancla era recogido por Alfredo Martínez quien lo miró con cariño y lo sacó de la arena. El Cachaco seguía siendo rey en el centro de la arena, aunque quedaba mal herido y sin un ojo después del encuentro. El Cachaco ganó, pero quedó presa de su propia estrategia. El combate había demorado tres minutos.

Los Paz salieron de la gallera, seguidos de su séquito y las personas que se quedaron esperando su cita. Superaron la muchedumbre, se montaron en su camioneta y dejaron atrás San Francisco.

El momento había llegado, Juan Eduardo se tomaba su octavo tinto, eran las 8:30 p.m.

–Niño, apúrate que ya el que viene es tu combate, reza por tu gallo y que no le pase lo mismo que a El Chicano– le dijo Ignacio a Juan Eduardo mientras le abría espacio para poder entregar su gallo. Juan Eduardo le dio una caricia a su Caporo y empezó a sudar, el Caporo miraba a todos lados.

-Hasta ese gallo sabía que El Locofino era de temer y su única victoria no le daba la suficiente confianza – dirían después de esa noche los compañeros de gallera.

-Señoras y señores, la nueva promesa de la Sabana está en la arena del club gallístico San Francisco, ¡El Caporo! De sangre fría como las iguanas. De este lado el consentido de la casa, joya de compae Benítez, con 10 invictos llega El Locofino a la arena.

Los jueces tomaron los gallos, El Locofino pataleaba mientras El Caporo se mostraba manso, casi petrificado. Si bien en su propia defensa los galleros dicen que la naturaleza agresiva de los gallos los llevaría a matarse sin necesidad de galleras el Locofino era un gallo especial. Limpiaba a sus oponentes de la arena y muchas veces los hacía correr por la misma con desesperación antes de aniquilarlos a punta de espuelazos. Los que huían solo servían para alimentar más el miedo. El Caporo era más de campo, le gustaban los patios espaciosos más que la arena, su nombre era por lo cercano que fue desde el huevo con las iguanas de patio.

El Silencio llegó y rápidamente los jueces soltaron a las aves, empezó la gritería de las gradas, Elías Benítez miraba tranquilo mientras Juan Eduardo comenzaba a reír nerviosamente. El baile de El Locofino fue rápido y El Caporo fue de frente contra él, no sin miedo, pero sí con determinación. El Locofino parecía reír macabramente mientras lanzaba sus espuelas a El Caporo que lanzaba picotazos. En uno de esos movimientos El Caporo hizo caer a El Locofino y lo hirió con sus espuelas, los gritos se intensificaron y el revoloteo de las aves por toda la arena se hizo difícil de seguir, Caporo y Locofino bailaban en una guerra con pintes centenarias, El Caporo a muerte y Locofino disfrutando. Elías hizo una señal con la mano y el Locofino pareció entenderla, paró en seco y El Caporo se alejó, se plantó por tres segundos y corrió a toda velocidad tumbando al suelo el cuerpo de El Caporo. Juan Eduardo sintió un golpe al corazón mientras saboreaba los restos de tinto en su boca y sentía como se intensificaba en carcajada su risa. Los insectos chocaban desesperadamente contra el bombillo, el foco los quemaba y caían achicharronados. El viejo Lucho reía con su aliento hediondo a Cigarrillo como si se fuera a volver a morir pero de la risa, morir por su propia cuenta, no que lo volvieran a matar. Se cogía las rodillas y la barriga mientras daba botes en el piso. Ya Juan Eduardo solo sudaba y veía como el Caporo pedía ayuda a gritos.

-Ganar en una gallera es complicado, todo se mide por la pasión, no somos galleros por ganar plata, lo somos por el amor a estos animales- diría después Juan Eduardo a los niños de su barrio.  

08:32 p.m., En ese momento el viejo Lucho empezó a llorar mientras reía, El Caporo intentó volar cuál paloma y Alcides Rojas caía al asfalto después de varios disparos. La Gallera se paralizó y se escuchó el mofle de la moto que huyó frenética, la hija de doña Elvia grito – ¡Lo mataron carajo!, ¡Lo mataron! –, los borrachos de la calle se estremecieron y salieron corriendo en la dirección de la moto

– ¡Agarren a esos hijueputas mal nacios nojoda!

El sonido del disparo silenció la gallera y el olor a pólvora se expandió tres cuadras a la redonda, empezó una estampida de personas saliendo de la gallera creyendo que el disparo había sido adentro de la misma y los jueces se apresuraron a agarrar a los gallos sin evitarse uno que otro golpe de espuela de los animales.

– ¡Joda aquí siempre pasan estas vainas y nadie hace náa! – se quejaba uno de los transeúntes mientras iba hacía el tumulto alrededor del cuerpo de Alcides.

– Vi como los mataron, Pacho, te lo juro, no hay temor de Dios –decía la vendedora de chance.

– Malparidos, ¡Venga acá y sean varones!, ¡vengan hijueputa!- Arturo Alcides Rojas rompió en llanto sobre el cuerpo de su papá - ¡Padre!,  ¡¿Ahora quien me lo devuelve?! ¡Quién Carajo!-

El disparo que lo mató fue fulminante, entre ceja y ceja. Alcides tenía su camisa roja, un par de tragos encima y un poco de suero en el pantalón porque la carimañola se le cayó de las manos acto seguido al primer disparo.

Entre llantos y con sorpresa Ignacio dijo a Juan Eduardo – ¡Joda compadre!, ¡qué vaina nojoda!, esa lluvia de tiros que mató a compae Rojas no fue como los espuelazos que dan los gallos. Las espuelas de gallo de pelea son de carey o incluso de plástico, pero este atentado fue hecho con plata, ¡a compae Alcides lo mató un espuelazo de Plata! A esos sicarios les va a pesar el billete que les dieron por matar a compae Alcides– Juan Eduardo apenas estaba saliendo del golpe de la batalla perdida.

A los cuarenta y cinco minutos llegó la policía, los familiares de Rojas empezaba a viajar del campo para la ciudad y las peleas restantes de la noche se aplazaron. Por decisión de los jueces El Caporo había perdido la batalla ante El Locofino, gallo invicto con once victorias. Los Rojas lloraron a Alcides, quien no tenía enemigos. La Policía entrevistaba a la concurrencia que afirmaba estar distraída con el combate y no tener mayor detalle de lo ocurrido. La chancera se había marchado y dejo dicho que ese día no había ido a trabajar, doña Elvia asustada seguía vendiendo carimañolas a los curiosos que se acercaban para ver lo ocurrido y marcharse.

–No conseguimos nada, capitán–, decía un bachiller a su superior.

 –Eso está bien niño, ya viene a recoger el cadáver, ya nos podemos ir–, la fuerza pública consoló y se despidió de los Rojas. 

Elías Benítez ya se había ido con toda su cuerda y Juan Eduardo regresaba con un Caporo mal herido a su casa, mientras se tomaba otro tinto, pensando que la decisión de los jueces fue injusta

–Mi Caporo estaba jodiendo al Locofino, ¡Pregunta pa’ que veas! – diría días después. De camino a su casa Juan Eduardo le cantaba a su gallo derrocado mientras las carcajadas del Viejo Lucho fueron acompañándolo en la fresca noche sabanera.


Bogotá, 21 de noviembre de 2011