Siguiendo en este proceso de redescubrir a Héctor Rojas Herazo me gustaría compartir el siguiente texto de su autoria:
TARJETA SOBRE AZORIN
Por: Héctor Rojas Herazo
Con
las cejas un poco levantadas por el hastío en que lo dejaba semejante barullo,
Azorín hacía su trabajo.
Era un
ciudadano como otro cualquiera, un ciudadano a quien le gustaba desayunar,
almorzar y cenar bien y a tiempo, y se afeitaba pulcramente, que pagaba sus
cuentas. “Tenga juicio y aprenda a estarse quieto, no grite nunca”, es la
consigna de Azorín. Nada de aspavientos en esto de sentir y ver. Cuestión de
tiempo, de paciencia y de tiempo. Tenía el silencio, la minuciosidad y la
parsimonia, pero también la confianza en su trabajo, de un miniaturista
japonés.
A Azorín le
tocó, como saludable contrapunto, una generación de Do mayor. Por un lado el
vozarrón de Unamuno, por el otro (solo las “sonatas” fueron escritas para
clavicordio) la petulancia orquestal de Valle Inclán Maeztu que en el centro
golpeaba duro en el pupitre (¡niños, niños, nada de recreo; eso era de
aprenderse la lección!) cuando, a marchas forzadas y comandando dos
generaciones de repuesto, llega Ortega. El gran publicista lo saca garante, más
que su totemismo cogiativo, su limpia, su depurada gracia española lo que, muy
a su pesar, tenía de azorinesco. El resto eran unos señores tremendos
cejijuntos. Y cada uno de ellos, a su manera, vivió convencido de que tenía a
España arrodillada, con unas orejas de burro colocadas por escarmiento en la
cabeza, en un rincón de su aula de pedagogo. Se lamentaron de Unamuno, que
acostumbraba a meterse huesos adentro en busca de sus fantasmas egolátricos y
de unas virtudes nacionales que ya habían cumplido su oficio —que la pobre
España, asustada por tanta alharaca, se acurrucó muchos lustros en la creencia
de que era una niña culpable—. A Baroja lo salvaron su soledad y su tozudez de
labriego. “De puro vasco y de puro bruto” como tan desen-fadadamente decía de
sí mismo en sus memorias, con el único fin, eso se ve muy claro, de bajarle los
humos al estentóreo rector de Salamanca.
Mientras
tanto, con las cejas un poco levantadas por el hastío en que lo dejaba
semejante barullo, Azorín hacía su trabajo. Era un ciudadano como otro
cualquiera. Un ciudadano a quien le gustaba desayunar, almorzar y cenar bien y
a tiempo, que se afeitaba pulcramente, que pagaba sus cuentas. Un buen
parroquiano. Estuvo gordo el hombre en sus años de mocedad y madurez. Después
le dio por las frutas, ¿ven ustedes? Alcanzó como premio una vejez delgada y
transparente, una vejez apacible, sin artritis ni dolores en la vejiga. Era el
único serio. Y lo que pasaba era que Azorín iba por el otro lado, exactamente
por el otro lado. Su secreto, era el aplomo, los nervios en su sitio, el tono
bajo. Nada de englotonamientos, ¿para qué ? Sabrá, como muy pocos en su oficio,
que el escritor y su lector terminan por encontrarse a solas en una página. Y
cuando esto ocurre ya no valen trucos. Su labor, pues, se redujo a comunicar
—en la forma más diestra, honesta y rigurosa que le fue posible— lo que veía y
sentía. Ya nos ha dado su fórmula. Es, ni más ni menos, la de un buen
jornalero. “Cuando escribas —nos recomienda— pon una cosa después de la otra”.
Oigase bien, como quien dice: si las echas de bulto, si las derramas y mezclas
al azar o si las metes unas en otras, o te las das de muy sabido, te dañas el
asunto. Y tal y como lo recomendaba lo hacía. El idioma no estaba acostumbrado
a esta impecable humildad.
Buen
caminador Azorín. Otra de sus claves. Y esto de caminar, de saber caminar, se
entiende, tiene sus bemoles. Un arte aparentemente menor, es cierto, pero que
se rige por leyes sutiles y complejísimas. Consiste sobre todo, vean la
nadería, en paladear lo que se recorre. Ya esto, de contra, implica un juego
doble: aprontamente en la morosidad. Los sentidos deben mantenerse ágiles,
coordinados y atentos como galgos de caza. Se requiere, además, una ternura
silenciosa, funcional, de la misma jerarquía de la compasión, para desentrañar
la fidelidad a esos códigos memoriosos en que se desenvuelven conversaciones
familiares; para ver la luz propia, el contorno y la energía de cada objeto;
para desmontar y luego sumar armoniosamente cada fragmento de la totalidad.
Todo esto conduce a quien lo ejecuta a descubrir la sutura —que de hecho es
historia palpitante, tradición y carácter—entre el lugar, los utensilios y el
habitante. Se está de cacería repetimos y a todo momento el dedo debe estar en
el disparador. Entonces el agua, cuando atraviesa una prosa, fluye, sabe y
oficia como agua. Igual con los ganados y con las mieses. Prueben a oler una
parvada de trigo en un relato de Azorín y conocerán de nuevo —en Tolstoi o en
Thoreau— la delicia de respirar la libertad, el perfumado equilibrio, la
intensidad apasionada que atesora la atmósfera de un día estival. Exactamente
lo contrario de lo que ocurre con Gabriel Miró, para remitirnos a un coterráneo
que se enfrentó a sus mismos problemas. El alicantino veía un campo y en
seguida (no sabemos qué le picaba al buen señor en la cabeza) se dedicaba a
calumniarlo con la mejor buena fe, aplicaba toda clase de galantes necedades a
apesadumbrarlo. El resultado son esos cortijos, como las malas cortesanas, de
albayalde y carmín.
El pincel de
Azorín es fino. Mojado con los tintes precisos. Su línea es neta, segura. Su
línea de un maestro. Tenía el don, otro de los frutos de su paciencia, de
apretar lo sugerente. Una barda aquí, un sendero allá, unas techumbres de ópalo
sobre un bloque que encalado en el centro y ya tenemos un pueblo. Adentro,
encontraremos a los eternos personajes. Pero Azorín los conversa, los vive, los
manosea, los acompaña. Miren lo cazurro. Se les va, por los entresijos, a ellos
y a su contorno. Y en el mueble polvoriento, desfondado —con su tacto y finura
de siempre, sin perder la compostura— no insinúa la muerte, y en la calma de
una abuela que canturrea una nana, al rescoldo de su fláccido pecho, nos
muestra las brasas de una venganza y en la sonrisa de la zagala, frente al
pelotón lleno de uvas, el tiempo sutil, de la melancolía de amores, el enigma
de una comarca.
Después,
mientras se solaza con frituras y colaciones, a darle otra vez al asunto. A
taladrar almas, a buscar la madeja en el laberinto. Pocos han caído en la
cuenta de que Azorín es uno de los mejores novelistas de España. Sólo que él no
trabaja de corrido. Nos deja muñones, cejas, mejillas, torsos de personajes.
Eructos y ruidos en el pecho y el alma, suspiros. Alumbra la realidad. Mire
usted que ese arcón junto al tinajero y esos retratos colgados ahí no más, a la
derecha del armario, a pocos pasos de la puerta. Pues sí señor. Dentro de
ellos, como un quieto pero rumoroso testimonio, están apetitos de mujeres en
lechos bañados por la luna, orgullos de varón, pasiones sombrías, consejas. El
crimen puede galopar en la noche, el duende sale, los jazmines están a punto de
aromar una infidencia. Pero, eso sí, cuando la cosa se va a poner trágica,
trágica de verdad, Azorín hace el esguince. Nos ama, ama el empalme y el
equilibrio de la vida. Vuelve otra vez a su fórmula: nada de aspavientos, mis
hijos tranquilos, a tener juicio. Y sigue hablándonos de tiestos con rosas, de
hidalgos resecos, de caballos y mulas piafando, al amanecer entre un perfume de
naranjos.
Pero lo que nos gusta sobremanera de
Azorín, lo que explica que lo consideremos un gran novelista, es lo que tiene
de listo, de entremetido, de buen pícaro. No puede ver una ranura, porque la
vuelve brecha. Si le dan un dedo se coge toda la mano y, de encime, se carga
con el santo y la limosna. En esa forma pudo meter en cintura, en la cintura de
su estilo, muchos pueblos que ya no pertenecen a España solamente. Así, al
desgaire, con su apacible rostro de notario (el del período cincuentón, el
mejor y más productivo) se las sabía todas. Solo que la cuestión iba para su
coleto y para el coleto de sus lectores. Claro, de todo esto, de tan rico y
bien ejercitado vagabundaje, nos ha quedado la prosa más cuajada y
substanciosa, la que destila mejores juegos, del lagor de los noventa y ocho.
Azorín es el último de los clásicos españoles.
Lecturas Dominicales de El Tiempo,
12 de marzo de 1967.
Tomado de: http://www.lablaa.org/blaavirtual/modosycostumbres/cronicol/rojas.doc y http://en.wikipedia.org/wiki/H%C3%A9ctor_Rojas_Herazo
Tomado de: http://www.lablaa.org/blaavirtual/modosycostumbres/cronicol/rojas.doc y http://en.wikipedia.org/wiki/H%C3%A9ctor_Rojas_Herazo